miércoles, marzo 21, 2012

El martillo de Ernest (Relato breve)

Un relato corto sobre Hemingway y el vino. Esa era la única premisa que solicitaban los organizadores de un certamen de relato breve, que el tema uniera al escritor y al caldo en menos de mil palabras. La verdad es que enseguida monté una historia que mezclara la épica del perdedor con la participación de Hemingway en la Guerra Civil, así como su pasión por las bebidas alcohólicas en general y su estancia en Cuba. El relato no fue seleccionado, y para evitar que duerma el sueño de los justos en cualquiera de mis carpetas virtuales, he preferido compartirlo con vosotros. Si os habéis quedado con sed de más Hemingway y vino, podéis leer los relatos seleccionados como finalistas en este enlace.

El martillo de Ernest
Pedro de la Ossa Antón

El atardecer es suave en Punta Vigía, una transición tenue entre el día y la noche con el mar como testigo. A Ernest muchas veces le sorprende escribiendo en una libreta con cubiertas de cuero a orillas del océano. Esos días en que está perdido en el blanco de la hoja y su realidad se torna oscura como tinta, el escritor puede seguir y seguir garabateando hasta que su compañera, Martha, le besa en el cuello o le abraza desde atrás con cariño. Esos días largos y perezosos del invierno cubano que Ernest y Martha dejan pasar a comienzos de 1939 están llenos de recuerdos de pena y dolor, de muerte y derrota, y la pluma del americano deja retazos y más retazos en su cuaderno, en sus cuadernos, a borbotones, como si la sangre de la memoria se volcara sobre el papel tras recibir una herida mortal provocada por las balas de la infamia. Nada calma el espíritu de Hemingway, que pesca como si cada expedición fuese la última, y bebe y come y ama como si no pudiese volver a hacerlo más.


Por las noches, rodeados de una oscuridad húmeda, empalagosa, hablan de las fiestas en París, de las costumbres españolas, de la deriva terrible de los acontecimientos en Europa. Entonces Ernest, si ha tomado su par de copas reglamentarias, se permite recordar algunos de los episodios más oscuros de sus tiempos de camillero en Italia. Con un trago de mojito refrescando la garganta puede hablar de las temerarias carreras en ambulancia, de los hospitales de campaña, de los gritos en la noche y los relinchos de los animales de tiro yaciendo agonizantes en las cunetas del progreso. Son recuerdos para una bebida dulce como el mojito, que a veces Ernest juega a hacer suya variando los ingredientes tanto como la ortodoxia del buen bebedor le permite. Una noche de tormenta, el escritor se prepara una de sus bebidas más contundentes. Ha pasado todo el día escribiendo y rasgando las hojas de papel como si quisiera apuñalarlas, y Punta Vigía ya no parece estar tan lejos del lugar que se esconde en el fondo de sus pensamientos. En un vaso ancho mezcla por onzas ron blanco, ron moreno, coñac y licor de plátano y fresa. En sus manos sostiene el martillo con el que quiere machacar sus recuerdos y esconderlos en el fondo de su mente, pero sabe que no va a ser capaz. Ernest piensa en el vino español y ese sabor que deja en la boca, ese regusto a sol y a viña y a tierra y madera, la esencia de una civilización, la sangre de Europa. Pero no recuerda los mejores caldos, probados en mil y un bares y bodeguillas, ni los mejores buqués o las añadas más destacadas. Hemingway piensa en el trago más amargo que jamás diera a una copa de vino.


No deja de recordar una noche de finales de 1938, con el cielo iluminado por los fuegos artificiales que cañones y morteros se escupían mutuamente entre las trincheras enfrentadas a la vera del Ebro. Para un escritor las metáforas tan flagrantes son un atentado al arte y a la vida, y ver una de las arterias de España desangrarse con el fluido vital de sus hijos, enfrentados hermano contra hermano, resulta tan doloroso como la retirada forzosa que emprendían aquella noche. La prensa extranjera destacada entre las tropas republicanas abandonaba el frente, una línea poblada por mártires de una causa perdida a punto de ser arrollados por el contrario. En sus horas finales Ernest pasea por uno de los hospitales de campaña, viendo las mismas caras de dolor y la misma angustia que dos décadas atrás contemplara en otra guerra, más lejana. Reparte un pitillo aquí y allá, intenta hacerse entender con gestos o chapurreando un bronco español, y recibe sonrisas esforzadas y desmayados apretones. Casi en el umbral se arrodilla en el suelo, junto a un hombre de unos cuarenta años sentado en una caja que vela el cuerpo sangrante y apenas con vida de un muchacho. Las lágrimas abren surcos entre la arena y la pólvora que cubren el rostro ajado del soldado. El reportero ya no tiene nada más que reportar, el sueño ha caído allí, y quién sabe si podrá volver a levantarse después de tamaña derrota. Tiende un cigarro al hombre, que lo enciende con manos temblorosas. De su cinto desprende una cantimplora, llena a medias con vino peleón que un paisano de Tarragona le cambió por unos calcetines nuevos. Lleva la cantimplora a los labios del muchacho y vierte poco a poco el líquido rojo por su boca, luego le tiende la cantimplora al hombre, al padre o hermano o amigo de un cadáver que apura sus últimos tragos de vida. Tras pegar dos buenos tragos el hombre devuelve la cantimplora a aquel americano de mirada penetrante, que bebe con esos desconocidos como si de una comunión íntima se tratase. Bebe y el vino sabe a sangre, sudor y lágrimas, y al mismo tiempo que apura el sorbo postrero es consciente de que él mismo ha derramado una lágrima. Nadie dice nada en ese final de un mal relato escrito por plumíferos de ramplona imaginación y burdo estilo, una opereta con un clímax terrible en la que pocos afortunados pueden hacer mutis por el foro. Hemingway musita en voz alta ese torrente de recuerdos sin percatarse de que Martha está unos pasos tras él, firme como la roca que le acompañó por los frentes de la guerra española, con un vaso lleno en la mano. Toma este martillo, Ernest, bébelo y mañana entierra a ese muchacho como merece, en un libro donde las campanas repiquen a muerte de cobardes y traidores, y saluden a los caídos. Y Ernest Hemingway apura el trago a sabiendas de que el sabor que siente ahora vuelve a ser el de aquella noche, el del vino, la sangre… y la tinta.

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